El Niño que cambió la Historia
Ingresemos a cierta gruta y veremos en ella un Niño adorado por su Madre santísima y san José, reunidos en familia, ofreciendo más gloria a Dios que toda la humanidad idólatra, y incluso más que los ángeles del Cielo en su totalidad. Aquel Divino Niño, al nacer en un sencillo pesebre, reparaba los delirios de gloria egoísta que los pecadores buscaban ansiosamente. Se encarnaba para cumplir la voluntad del Padre y darnos con ello un perfectísimo ejemplo de vida.
Ningún pensamiento, deseo, palabra o acción surgidos de su alma divinamente santa tendrá otro fin que no sea glorificar al Padre, a quien todo lo consagró desde el primer momento. No muchos siglos después de esa primera Navidad, los altares de los falsos dioses serán arrasados, los ídolos destruidos, los templos paganos demolidos –o convertidos en santuarios– y los mismos demonios, silenciados.
Sí, el Niño nacido en la gruta revertirá el trabajo realizado durante milenios por Satanás, y la Roma pagana será la sede del Cristianismo; transformada en la Ciudad Eterna, se establecerá en ella una cátedra infalible de la moral y la verdad hasta el fin de los tiempos, sobre la roca firme.