27 Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. 28 Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. 29 Mi Padre, que me las ha dado, es mayor que todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. 30 Yo y el Padre somos uno (Jn 10, 27-30).
¿Todos somos ovejas de Jesús?
Así como el Buen Pastor quiso congregar a todos en su rebaño, hoy la voz de Jesús sigue resonando en los corazones, llamándonos a dejarnos apacentar por Él. Los fariseos lo rechazaron decididamente. ¿Qué actitud tomará nuestro mundo?
I – El simbolismo en la obra de la Creación
Dios creó de la nada todas las cosas, y de forma instantánea; no transformó seres pre-existentes sino que procedió con un acto exclusivo de su omnipotencia, incomunicable a ningún otro ser, ni siquiera por milagro 1. Hizo realidad el universo en vista de su propia gloria: “De él, por él y para él son todas las cosas. ¡A él la gloria por los siglos!” (Rom 11, 36). El Concilio Vaticano I es tajante sobre este particular: “Si alguno negare que el mundo ha sido creado para gloria de Dios, sea anatema” 2.
Dios es el modelo para los seres creados
Pocos dogmas de nuestra fe han tenido adversarios tan numerosos como el de la creación del mundo, claramente afirmado en la primera frase del Génesis: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gen 1, 1). Grande es la variedad de objeciones y herejías contra esta verdad que atribuye a Dios la causa eficiente del origen del universo. Por otro lado, aunque la doctrina de que Dios es causa ejemplar de todos los seres de su obra de los seis días casi no levante enemigos frontales o explícitos en su contra, se han difundido mucho costumbres, modos de ser, gustos, etc., imbuidos de errores incubados al respecto.
En la cuarta vía de las pruebas de la existencia de Dios, explicitadas por santo Tomás de Aquino, encontramos también, junto al Creador como Pulchrum (lo Bello) por esencia, todas las bellezas esparcidas en el universo como participaciones y derivaciones de aquella fuente infinita. En su Suma Teológica, el Doctor Angélico define a Dios como modelo de todos los seres creados: “Dios es la primera causa ejemplar de todas las cosas. […] En la sabiduría divina existen las razones de todas las cosas, las cuales anteriormente han sido llamadas ideas, esto es, las formas ejemplares que hay en la mente divina, las cuales […] realmente no son algo distinto de la esencia divina. Así, pues, el mismo Dios es el primer ejemplar de todo” 3.
Una nota de altísima belleza en la Creación
La mente divina es infinitamente rica en seres posibles, y si bien Dios puede crearlos a todos, solamente a algunos los hace realidad. Así, cada uno de nosotros existió desde la eternidad como posible en el pensamiento divino 4. Aunque Él no haya querido crear a todos los seres posibles, es enorme la cantidad de criaturas llegadas a la existencia por su divino poder. Esta superabundancia, como sucede con todos los actos de Dios, fue intencional; entre otras razones, obró así para evitar la sensación de monotonía que se podría producir fácilmente en el alma humana. En esta inmensa labor que lo llevó a descansar en el séptimo día, el Creador quiso colocar una nota de altísima belleza: el simbolismo.
Es verdad que la belleza estética pura y simple tiene gran valor, pero la intelección de dicho valor no alcanzará su plenitud mientras no conduzca de alguna forma, a través de su simbolismo, hasta el mismo Dios. La belleza simbólica es de una categoría muy superior a la estrictamente física. De ahí el terrible castigo de Dios contra quienes se niegan a conocerlo por medio de los símbolos, y en consecuencia, a adorarlo 5.
La rica simbología de la relación entre el pastor y las ovejas
Por tanto, nuestra obligación moral consiste en ascender hasta Dios, y las criaturas nos sirven para tal fin. En el cumplimiento de este deber encontraremos una verdadera jerarquía en ellas, dado que unas serán más ricas en contenido simbólico y otras menos. Tomemos por ejemplo la relación de un niño con sus padres: la sencilla presencia de éstos hará sentirse al pequeño apoyado, comprendido e incluso mimado prácticamente en la totalidad de su ser. Pero bastará con verlos alejarse, que se sentirá inseguro. Este fenómeno, aunque guarde características propias, también se verifica entre los adultos, ya que todos necesitamos recibir la influencia de nuestros semejantes debido al impulso de nuestro instinto de sociabilidad. Ahora bien, el hombre presta más adhesión a la influencia recibida por parte de quienes se vuelven sus modelos. Por esto mismo, dejarse maravillar, influir y hasta formar por los modelos que nos acercan y asemejan a Dios, no es un defecto sino, todo lo contrario, una gran virtud e incluso una obligación.
Por otro lado, a veces se entiende más fácilmente el prototipo de determinada categoría cuando se analizan las relaciones entre los seres inferiores a ella. Por ejemplo, para nosotros no habrá nunca un modelo igual ni mucho menos superior a Jesucristo; pero hasta la última fibra de nuestra sensibilidad se conmueve al verlo reflejado en la figura del Buen Pastor que cuida cariñosamente a sus ovejas. De hecho, como acabamos de ver, el universo existe, entre otros motivos, para ayudarnos a comprender mejor a Dios, y este enfoque ofrece una substanciosa condición para la práctica del Primer Mandamiento. Uno de los caminos para amar a Dios sobre todas las cosas consiste en conocerlo a través de todas las cosas, para así poder adorarlo y entregarse completamente a él.
La rica simbología de la relación entre el pastor y las ovejas ofrece la perspectiva en que se sitúa el Evangelio de este domingo.
II – Ambientación de la escena de hoy
Antes de abordar el análisis de los cuatro versículos que componen el Evangelio de este 4º domingo de Pascua, recordemos a grandes rasgos el contexto histórico del cual surgieron.
Anualmente, cerca de dos meses después del término de la fiesta de los Tabernáculos –a fines de diciembre en nuestro calendario– los judíos celebraban otra fiesta: la Dedicación. Había quedado establecida desde el año 165 a. C., a partir de la purificación del Templo llevada a cabo por Antíoco Epífanes (cf. 1 Mac 4, 36-59).
Para esa época el Salvador contaba treinta y dos años de edad. Por tanto, ingresaba en el último período de su vida pública. Era una mañana de invierno y ya muy temprano se le podía encontrar frente al Pórtico de Salomón, edificado con piedras albísimas. En este sitio exterior del Templo, en la cara oriental, Jesús esperaba la formación de una asamblea de oyentes. Al poco tiempo, se reunía junto a él una gran multitud, en que no podían estar ausentes sus enemigos.
La fama de Jesús se había esparcido rápidamente, sobre todo a causa del número y la magnitud de sus milagros. Tal vez por el hecho de haber curado diez leprosos justo en aquellos días, los fariseos buscaban una declaración taxativa acerca de su identidad: ¿era o no el Mesías? Un pedido que a primera vista no sólo parece razonable, sino incluso afectuoso. Sin embargo, a Jesús nadie lo engaña.
¡Cuántas veces los impíos y herejes, en la Historia de la Iglesia, se valieron de los mismos pretextos que los fariseos! No era claridad ni evidencia lo que les hacía falta, sino buena fe, docilidad y humildad.
Los fariseos se obstinaban en rechazar a Jesús
Hemos dejado claro en comentarios anteriores que los judíos – especialmente los fariseos– concebían al Mesías de forma muy equivocada. Lo veían como un conquistador político y militar, un liber tador incluso financiero del yugo a que los sometía el Imperio; además, el Mesías debía otorgar a sus compatriotas la gloria y la supremacía universal. Los que consideraban en el Mesías exclusivamente el aspecto religioso, esperaban de él la fuerza para obligar a todas las naciones a la conversión y la práctica de la Ley (en la cual, según sus criterios fanáticos, se hallaba la más alta santidad).
Jesús, en cambio, era el Mesías esperado, claro que sí, pero muy distinto a ese concepto distorsionado. Es el Hijo Unigénito del Padre, Dios y Hombre verdadero; su Reino no es de este mundo… “Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11). Excepción hecha de la Samaritana (Jn 4, 26) y de susmdiscípulos, nadie había oído a Jesús atribuyéndose dicho título, pero en la fiesta de los Tabernáculos no podría haber sido más explícito acerca de su origen, de su naturaleza y hasta de su misión (cf. Jn 7). Por eso Jesús afirmó haberse pronunciado ya acerca de su identidad, sin que se hubiera creído en él (cf. Jn 10, 24- 26). Los fariseos no lo entendieron, porque no se entregaron al Mesías como realmente es; al contrario, querían que el Mesías se entregara a ellos tal como eran, con sus caprichos y fantasías.
De nada sirvieron todos los milagros, predicaciones o manifestaciones de las virtudes de Cristo para disolver el egoísmo pétreo e incrédulo de aquellos fariseos, que sólo admitían la infalibilidad única y exclusiva de sus propias ideas político-religiosas. Tanta obstinación no es una novedad en este siglo XXI: la Historia, los hechos, el Papa, la Iglesia, la Virgen en Fátima, el universo, hablan todos a una sola voz, pero a excepción de unos pocos, nadie quiere entender o creer…
Esa es la gran muralla de acero que la Verdad tiene siempre delante de sí. En general, la Verdad de Dios nos exige una renuncia dolorosa; es preciso arrepentirse y hacer penitencia, como clamaba Juan Bautista, aspirar a la perfección, amar el bien y admirar la belleza. En una palabra, es indispensable ser del número de las ovejas de Cristo. Y puesto que los fariseos no lo eran, Jesús les enseña no con palabras sino con hechos, que son innegables. En respuesta a la pregunta de si era el Cristo, los excluye simbólicamente de su Reino, al menos en aquel momento, debido al vicio del orgullo que calaba tan hondo en sus almas (cf. Jn 10, 24-26). Sentencia terrible que caerá eternamente sobre aquellos recalcitrantes, tercos y empedernidos en la incredulidad de su orgullo. Es lo que opina san Agustín: “Esto les dijo, porque les veía predestinados a la muerte eterna, y no a la vida eterna que Él les había conquistado con su sangre. Lo que hacen las ovejas es creer al pastor y seguirle” 6.
III – Significado de las palabras de Jesús
Vayamos ahora al análisis del Evangelio del cuarto domingo de Pascua.
El Pastor ama y conoce profundamente a sus ovejas
27 Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen.
De las metáforas relacionadas con la pesca, leídas el domingo anterior, pasamos ahora a las del pastoreo. La Sabiduría infinita de Dios pensó en ellas desde la eternidad, para hacerse comprender mejor por los hombres sobre la relación entre Creador y criatura. La misma naturaleza de Judá facilitaba las características de esta simbología usada por el Divino Maestro. La tierra en aquellas regiones no era fértil para la plantación debido a su considerable terreno pedregoso y un tanto árido. El pastoreo se adaptaba más cómodamente al lugar que la agricultura, y aún así le exigía al rebaño un gran número de des plazamientos. Esta situación redundaba en una vigilancia y aplicación más esmeradas por parte del pastor. Las circunstancias hacían más nítidas las diferencias entre el auténtico pastor y el mercenario. Dios quiso el nacimiento de la figura del pastoreo y le dio relieve en la pluma de los literatos. Hasta los poetas poco dados a comprender la excelsitud de la castidad se sienten llevados a realzar la pureza virginal del desvelo caritativo de los pastores, en general, por sus ovejas.
La vida del pastor nos hace considerar su amor casto, inocente, gobernando sin decretos, sino todo lo contrario, basado en una relación íntima, fuertemente paternal –quizá diríamos mejor maternal– a través de la cual atiende todas las conveniencias y necesidades de sus ovejas. Sabe entretenerlas, defenderlas, protegerlas, llevarlas a pastar, e incluso deleitarlas con sus canciones o las melodías de su flauta. “Llama a las ovejas propias por su nombre” (Jn 10, 3). Santo Tomás de Aquino resalta la gran familiaridad existente en esta relación, pues llamar por el nombre denota amistad íntima. Al revertir los símbolos hacia los simbolizados, la realidad y el significado se hacen incomparablemente más profundos. Cristo conoce la naturaleza y el ser de cada una de sus ovejas; el objetivo inmediato, como el último, para el cual han sido creadas; lo que son y lo que podrán llegar a ser con el auxilio de su gracia. De ahí que para el Doctor Angélico, ese “llamar por su nombre” (nominatim) sea “la eterna predestinación, por la que Dios conoce a cada oveja, a cada hombre” 7.
El hombre, el ser más elevado que perciben nuestros sentidos, no ha sido creado en serie. Dios aplica su poder creador sobre cada persona, una a una. Por ello no hay hombres iguales moral ni físicamente; no los hay iguales en las circunstancias de la vida individual, y menos aún en lo que atañe a la vocación personal. De ahí la profundidad insondable del conocimiento que Jesús dispensa a cada uno, al punto de compararlo con el que existe entre el Padre y el Hijo (Jn 10, 5), acto eterno tan absoluto que por su intermedio se genera una Persona divina. El conocimiento que el Padre tiene del Hijo, por tanto, no es una imagen intelectual accidental –como sí ocurre en nosotros al emplear nuestra razón–: el conocimiento del Padre es substancial y amoroso; a través de él, por generación, comunica su propia esencia al Hijo. Éste, a su vez, también con amor substancial e infinito, retribuye al Padre lo que recibe de él; y tan rico es este amor mutuo que de él procede el Espíritu Santo. Pues bien, éste es el padrón del conocimiento que Jesús tiene respecto de cada uno de nosotros. Nada en nuestro interior o exterior –lo nocivo o lo útil, las enfermedades físicas o espirituales, sus remedios, etc. – nada se escapa a su omnisciencia. En Jesús no hay una sola gota de frialdad en este conocimiento de nosotros, como lo dijo y realizó él mismo en la figura del Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas.
Por otro lado, las ovejas siguen al Pastor. Por su gracia, conocen las maravillas que hay en él, su doctrina llena de potencia, su vida, su misericordia, su sabiduría; en una palabra, su humanidad y divinidad. Por ello, cuando oyen su voz lo siguen como Saulo en el camino de Damasco (Hch 9, 5-9), o como la Magdalena al ser llamada por su nombre en el Sepulcro del Señor (Jn 20,16). Por tanto, al conocerlo, lo siguen en el cumplimiento de sus designios: “Quien dice: «Yo le conozco» y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él” (1 Jn 2, 4). Cuando oyen su voz se llenan de amor al Pastor, llegando a sentirse dispuestas a entregar sus vidas por él, y vibran con el deseo de que inhabite sus almas.
Nadie puede arrebatar una oveja al Buen Pastor
28 Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano.
Aquí Jesús se representa a sí mismo no sólo como el Pastor, sino también como el pasto, pues confiere su propia vida a las ovejas. Tomemos en cuenta que ellas alimentan su misma vida física con un “pasto”, criatura de Dios, porque nada existe sin tener origen en él. Además, se nutren espiritualmente con su palabra, dado que –él mismo lo dice– “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4). Pero sobre todo, se nutren mediante la gracia (semilla de la gloria eterna), gracias a la cual la propia vida de Cristo se introduce en sus almas y es alimentada por los sacramentos, en especial por la Eucaristía. Así, la espiritualidad de las ovejas va robusteciéndose y siendo vivificada por Cristo, cuya propia carne, sangre, alma y divinidad constituyen el insuperable alimento de vida para su rebaño. Y en la eternidad, la gracia se transformará en gloria, recibiendo la vida misma del Señor.
¿Qué habrán entendido los fariseos de este universo de extraordinaria riqueza? No es difícil conjeturarlo, pues quien no posee la vida eterna otorgada por el Pastor, ¿cómo podrá comprender nada de estos esplendores? Cuando afirma que da la vida eterna a sus ovejas, Cristo deja entrever que no entrega esa vida a las que no son de su redil; al mismo tiempo, declara nuevamente su esencia divina, toda vez que ninguna criatura por muy excelente que sea –ángeles incluidos– tendrá jamás el poder de conferir don tan insuperable. Entrar a la vida eterna significa quedar libre de todos los tormentos y pasiones: ambiciones, envidias, odios, dolores, etc., como también haber sido perdonado de todo pecado y desvarío. Sin embargo –¡oh misterio de iniquidad!– los fariseos no querían beneficiarse con estos dones que, tal como a todas las personas, les eran ofrecidos.
Tal situación es también de las ovejas que pertenecen al rebaño de Cristo pero lo rechazan. “Cristo, cuanto es de su parte da la vida eterna a sus ovejas, y ninguna de ellas perecerá por culpa del pastor; la que se pierda, a sí misma habrá de atribuirlo. También la gracia que Cristo da en esta vida a sus ovejas por su naturaleza es suficiente para llevarlas a la vida eterna, y si algunas no arriban allá es por culpa de las mismas, que no quieren seguir a Cristo” 8.
Las ovejas de Jesús son su posesión; ni los hombres ni los demonios logran, por la fuerza o por subterfugios, arrancarlas de sus manos omnipotentes. “Si perecen será por la propia voluntad de ellas, no por falta de poder en Él” 9. Cristo manifiesta en esta afirmación que “Él era lo suficientemente fuerte y poderoso para que sus ovejas pudiesen entrar merced a Él en la vida eterna, librándolas antes de cualquier peligro” 10.
29 Mi Padre, que me las ha dado, es mayor que todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre.
Existen autores de gran peso que discrepan entre sí a propósito de las traducciones latina y griega de este versículo. La primera se centra en las cosas concedidas por el Padre a su Unigénito: “Lo que mi Padre me dio es mejor que todo, y nadie podrá arrebatar nada de la mano de mi Padre”. La otra pone al Padre como objeto de la comparación hecha por Jesús (vide formulación arriba). Una vez que no hay unanimidad de interpretación, preferimos la versión latina: “mayor que todos”, o sea, “la Iglesia, que me entregó para que la rigiese. Las ovejas que me dio para que las apacentase. Es mayor, esto es, más caro, más digno de aprecio que cualquier otra cosa” 11. Así, un alma que se entrega a Jesús por la virtud de la fe, amándolo sobre todas las cosas y siendo perseverantemente fiel, debe estar convencida de que todo le viene del Padre por los méritos del Hijo.
Jesús afirma su divinidad y es rechazado por los fariseos
30 Yo y el Padre somos uno.
Oigamos al P. Manuel de Tuya, o.p., comentando este versículo:
“Por último, Cristo, como garantía de este poder salvífico que tiene para sus ovejas, proclama su divinidad, diciendo: ‘Yo y el Padre somos una cosa’. Directamente se expresa esta unidad entre el Padre y el Hijo en el poder. Los poderes divinos del Padre son los del Hijo. No en el sentido que la voz o el anuncio de un profeta es la voz o el anuncio de Dios. Precisamente los profetas explícitamente hablaban en nombre de Dios, y a nadie extrañaba. Pero aquí la afirmación es absolutamente trascendente en la comunicación de poderes. Y, si existe esta comunidad o identidad de poderes, presupone ello una unidad e identidad de naturaleza. De aquí el dejarse ver el misterio divino de Cristo. “Esta expresión encuentra su clarificación en la ‘Oración sacerdotal’, en la que Cristo pide al Padre que le glorifique con ‘la gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo existiese’ (Jn 17, 5), lo mismo que en el ‘prólogo’, en el que se enseña abiertamente que el Verbo, que se va a encarnar, ‘era Dios’ ” 12.
Ésta es la más atrevida, profunda y misteriosa afirmación hecha por Jesús acerca de la comunidad de esencia entre él y Dios: se trata de una unión metafísica insondable.
Los fariseos que estaban ahí debían haberse mostrado fieles intérpretes de los profetas, abandonando humildemente sus ególatras prejuicios nacionalistas y sus exóticas prácticas religiosas. Si en vez de endurecer sus corazones se dejaran imbuir con las maravillosas revelaciones del esperado Mesías –comprobadas en los numerosos y convincentes milagros que obraba–, comprenderían y amarían por el don de la fe a ese Dios hecho Hombre, lo seguirían, y serían ovejas de su rebaño.
¿Qué decir del mundo actual, que no antepone la ley escrita a la Ley del Espíritu –como los judíos de otrora– pero coloca la ley del goce y de la carne, la ley del relativismo contra la Ley de Cristo, consagrada por él con su vida y resurrección, y por su Santa Iglesia?
Los fariseos, muy contrariamente a la buena postura, quisieron recoger piedras para matar a Jesús por tantos e insuperables dones como les ofrecía (cf. Jn 10, 31). ¿Qué hará el mundo de hoy contra Cristo y su Santa Iglesia ante las dádivas que, por su intermedio, les promete Dios?
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