“EL VERBO SE HIZO CARNE Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS”
1En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. 2Él era en el principio con Dios. 3Todo fue hecho por él y sin él nada se hizo de cuanto ha sido hecho. 4En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. 5La luz resplandece en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron. 6Hubo un hombre enviado por Dios: su nombre era Juan. 7Es- te vino como testigo, a fi n de dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. 8No era él la luz, sino el enviado para dar testimonio de la luz. 9El Ver- bo era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. 10En el mundo es- taba, y el mundo fue hecho por medio de él, pero el mundo no le conoció. 11Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. 12Pero a cuantos le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio capacidad de hacerse hijos de Dios, 13los cuales no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad de varón, sino de Dios. 14Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y contemplamos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. 15Juan da testimonio de él y clama diciendo: «Este era de quien yo dije: El que viene después de mí ha llegado a ser antes de mí, porque existía primero que yo». 16De su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia. 17Por- que la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. 18A Dios nadie le ha visto jamás; el Dios único que está en el seno del Padre, él mismo le ha dado a conocer. (Jn 1, 1-18)
“Seréis como dioses”
¿Qué consecuencias tiene para el mundo y para cada uno de nosotros ese Niño que contemplamos en un pesebre? Entre otras, la de enfrentarnos a una alternativa: dejarnos divinizar por él o, frustrada y orgullosamente, intentar sentarnos en el trono de Dios por nuestras propias fuerzas.
I – “OS HA NACIDO HOY UN SALVADOR”
En la penumbra, causa cierta pena considerar la pobreza en que reposa un bellísimo Niño. Su cuna no es si- no un sencillo y rústico pesebre, des- gastado por el largo uso de animales sin cuenta. Meras pajas hacen las veces de colchón, complemento del humilde pañal que lo envuelve. Es noche de invierno y ahí están un buey y un burro para calentarlo, pues el recinto, edificado en piedra bruta, retiene el frío y la humedad propios de la estación. Si nos deparásemos con semejante escena visitando un palacio, sería aberrante; pero la realidad es más chocante todavía, porque transcurre en una agreste, inhóspita y solitaria gruta. ¿Quién es ese Niño nacido en condiciones tan miserables? Para saberlo bien bastaría con alejarnos de esa gruta y recorrer un poco las colinas de Belén, donde encontraríamos a algunos pastores exultantes de alegría, justamente en busca de ese Niño, que dirían entre múltiples y emocionadas exclamaciones: “Se nos apareció un ángel refulgente de gloria; al acercarse a nosotros, ese fulgor también nos cercó. Sentimos un gran miedo, pero nos tranquilizó afirmando que venía para transmitirnos una noticia inédita. La noche de hoy nació aquí cerca, en la ciudad de David, un Salvador. ¡Es el Cristo Señor! El ángel dijo que la señal para reconocer al Niño será hallar- lo envuelto en pañales y tendido en un pesebre. Y de inmediato ese ángel subió para juntarse con muchísimos otros más en un magnífico coro: ‘Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en quienes él se complace’. Y por eso estamos a camino de Belén para ver lo que su- cedió” 1. Y así podríamos regresar a la Gruta para adorar al Señor, el Rey, Cristo Jesús. Ahí volveríamos a encontrar a María y José, silenciosos e imbuidos de una indecible piedad, devoción, embeleso y ternura. Arrodillémonos también con nuestra imaginación, y dejémonos impregnar por esa atmósfera de gracias y bendiciones oriundas del Divino Infante. Contemplemos su fisonomía hecha de paz, serenidad y brillo, su son- risa cautivadora y su mirada, llena de sabiduría. Es absolutamente ajeno a lo común; su piel es insuperable- mente superior al marfil, y más suave que el armiño; su complexión física es perfecta, las manos, los bracitos, las piernas, los pies configuran la más bella obra de arte jamás vista. Todo se halla tan bien distribuido en él, que ni siquiera la inteligencia angélica sería capaz de concebir- lo. Y mueve sus miembros con tanta elegancia, distinción y nobleza que, a veces, olvidamos que se trata de un bebé. Llama la atención el enorme parecido con su Madre. A esa altura de nuestra contemplación, todos los aspectos de pobreza y miseria se desvanecieron de nuestro horizonte. Vemos ahora al esperado de los Patriarcas, de los Profetas y de los Reyes, el que había sido anunciado mucho antes de nacer como el Emmanuel, “Dios con nosotros” (Is 7, 14) “Consejero admirable, Dios fuer- te, Padre eterno, Príncipe de la paz” (Is 9, 5). En él se concentra un altísimo misterio de sabiduría y misericordia, conjugado con la más alta e in- esperada glorificación de la naturaleza humana. Y recordamos las palabras de Isaías: “He aquí que una virgen está encinta y va a dar a luz un hijo…” (Is 7, 14). Siglos más tarde comentaría san Bernardo sobre ese nacimiento: “Convenía que un Dios naciera de una Virgen, y sólo una Virgen podía concebir a un Dios”2.
II – EL HOMBRE ARDE CON SED DE INFINITO
La Navidad es una poderosa lección en este comienzo de milenio, completamente calado por el igualitarismo. Desde que nuestros primeros padres salieron del Paraíso, el orgullo huma- no –vicio traicionero e insaciable, análogo al non serviam de Lucifer– siempre tuvo dificultad en tolerar a una autoridad sobre sí. Si recibe un consentimiento completo, lleva a su víctima, en un primer momento, a desear una absoluta igualdad en la distribución de los bienes, condiciones de existencia, dones, etc.; y esconde ladinamente el deseo de ser dios, rey de la creación, y de disponer de ésta a su antojo. Por eso el hombre orgulloso busca sin descanso el dominio sobre todos los seres que lo rodean.
El delirio de igualarse a Dios, raíz de la ruina humana
Esa ambición insensata, haciéndose eco del grito de rebelión en el Cielo Empíreo, fue la causa del primer peca- do sobre la tierra. La serpiente no encontró mejor argumento para llevar a Eva a la desobediencia que prometer- le la igualdad con Dios: “Y seréis como dioses” (Gn 3, 5). Atraída por una promesa tan grande, Eva no titubeó. Se percibe en la descripción del Génesis que en el alma todavía inocente de la madre del género humano, el sueño de ser “como dios” despertó un fuer- te apetito. Y ese es el origen recóndito de nuestro descenso a esta tierra de exilio. No tardó mucho en ver Dios “que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón tendían siempre al mal” (Gn 6, 5). Pero el diluvio no corrigió a la humanidad: en poco tiempo, el hombre quiso construir una torre que alcanzara el cielo3. Y ni si- quiera el castigo de la confusión de las lenguas fue suficiente para cauterizar el delirio de igualarse a Dios. Tanto en Roma como en Persia o Siria, no faltaron tiranos que se hicieron adorar, construyendo templos para obligar a sus semejantes a prestar- les culto de latría. Si no faltara tiempo y espacio, podríamos hacer desfilar en incontables páginas las insensateces cometidas por los hombres a lo largo de la Historia en busca de esa usurpación del trono de Dios. Pero no es necesario remontarse al pasado distante para analizar esa in- sensata tendencia; basta con abrir los periódicos o revistas, encender la televisión o la radio, o ingresar en cualquier ambiente de hoy en día para evaluar una de las principales causas de la impiedad moderna. Los hombres viven como si Dios no existiera; el ateísmo práctico tomó cuenta de la faz de la tierra. Aunque poca gente afirme no creer en Dios, se niega su existencia a través de los sistemas de vida, de los modos de ser y de las costumbres. Se ha perdido el sentido del ridículo cuando de auto-elogios se trata. ¿Dónde encontrar a alguno que sólo raramente hable de sí mismo? La egolatría llegó a extremos inconcebibles: la repetición del “yo… yo… yo…” es el centro de todas las conversaciones y preocupaciones. Con las manos atadas, presenciamos la sepultura de todo idealismo, de los valores más altos; por eso la misma frustración que se generalizó con motivo del diluvio o tras la decepción por la malo- grada Torre de Babel, recorre a la humanidad en este tercer milenio, permitiendo pronosticar, por ejemplo, que la depresión nerviosa se tornará a la brevedad en la enfermedad más común. Los anales de la Historia registrarán que todos los males de nuestra existencia actual se deben a que los hombres no quisieron doblar sus rodillas frente a Dios, por desear ardientemente ocupar su trono.
Hay un modo de aplacar nuestra sed de infinidad
Para arrancar de raíz los pecados cometidos hoy en todas partes, bastaría que las almas se volvieran receptivas al mensaje traído por el Niño Jesús en las pajas del Pesebre. La sed por lo infinito es una llama- rada que abrasa nuestra voluntad, pero no tenemos verdadero reposo afuera de Dios, como lo afirmaba san Agustín. Dios mismo fue el autor de esas ansias, como medio de facilitarnos la búsqueda de lo Absoluto. Sin embargo, jamás lograremos esa plenitud que anhelamos con tanta fuerza, si nos apoyamos exclusivamente en nuestras fuerzas. Para alguno será una paradoja. ¿Por qué Dios habrá querido encender una hoguera de deseos imposibles en nuestro pobre corazón, si no tenemos los medios para realizarlos? ¿Será una actitud suya poco paternal? ¡Jamás! Dios es la Bondad en sustancia. Verdaderamente quiere hacer- nos “dioses”… no a través de una orgullosa e igualitaria revolución de par- te nuestra, sino por medio de la humildad, la sumisión y el amor. La obra misma de la creación comprueba esa exuberante difusión del bien: el sol no se cansa de darnos su calor; las aguas, de proporcionarnos peces; la tierra, sus frutos, etc., y siempre de forma superabundante. Son seres minera- les, vegetales y animales que, si fueran susceptibles de felicidad, exultarían por entregarse al servicio de los hombres. Eso no es más que un pálido reflejo de la infinita bondad del Creador, que para rescatarnos del pecado y reconciliarnos consigo, determinó que su Verbo se encarnara, entregando su vi- da hasta su última gota de sangre: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). He ahí la solución a un problema milenario: Dios realiza lo que para nuestras puras fuerzas era imposible. Jamás seríamos iguales a Dios por nuestros propios medios, así que él mismo se reviste con nuestra carne y nace como Divino Infante: ¡Dios es Hombre, y en él, el hombre es Dios! Es el “magnum mysterium” que cantan los coros en noche de Navidad:
O magnum mysterium,
et admirábile sacramentum,
ut animália vidérunt Dóminum natum,
jacéntem in præsépio: Beáta Virgo,
cujus víscera meruérunt portáre
Dóminum Jesum Christum. Allelúia.
Oh, gran misterio y admirable sacramento, que los animales vean al Señor nacido, tendido en el pesebre. Bienaventurada la Virgen, cuyas entrañas merecieron llevar al Señor Jesucristo. Aleluya. Tan extraordinaria es la magnitud del acontecimiento, que constituye uno de los principales misterios de nuestra fe.
La capacidad de hacerse hijos de Dios
Esa maravilla tiene efectos que no se ciñen a los estrechos límites del pesebre o de la gruta de Belén, sino que llegan hasta nosotros. Entremos a una iglesia cualquiera y acerquémonos al baptisterio. Ahí encontraremos, quizá, a un niño en espera del milagroso momento de renacer por el agua. El pecado y las tinieblas son su herencia, la maldición de Dios lo acompaña; pero administrado el sacramento, la gracia lo baña por completo, las virtudes y los dones hacen nido en su alma, y que hasta entonces era una mera criatura se vuelve hijo de Dios, tabernáculo vivo de la Santísima Trinidad, heredero del Cielo. En una palabra, es diviniza- do: “De su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por me- dio de Jesucristo” (Jn 1, 16-17). ¿Pero hasta dónde llega esa “plenitud de la gracia”? El Evangelio de hoy nos responde: “A cuantos le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio capacidad de hacerse hijos de Dios, los cuales no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad de varón, sino de Dios” (Jn 1, 12-13). El renombrado teólogo del siglo pasado Fray Antonio Royo Marín O.P. se expresa sobre la materia: “En virtud de ese injerto divino, el alma se hace partí- cipe de la propia vida de Dios. Se trata de una verdadera gestación espiritual, un nacimiento sobrenatural que imita la gestación natural, y recuerda por analogía la gestación eterna del Verbo de Dios. En una palabra: como lo dice expresamente el evangelista san Juan, la gracia santificante no nos da sólo el derecho a llamar- nos ‘hijos de Dios’, sino que en realidad nos hace tales: ‘Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!’ (1 Jn 3, 1) ¡Inefable maravilla que parecería increíble si la divina revelación no lo hiciera constar en términos explícitos!”4.
Se hizo igual a nosotros para hacernos iguales a él
Y abundando en el asunto, el mencionado teólogo, de añorada memoria, llega a decir: “La dignidad de un alma en gracia es tan grande, que frente a ella se desvanecen como el humo todas las grandezas de la tierra. ¿Qué significa ser noble o ser rey ante un mendigo cubierto de harapos, pero que lleva en su alma el infinito tesoro de la gracia santificante? Todas las grandezas de la tierra no pasan de nada y miseria, dado que pronto acabarán con la muerte. La grandeza de un alma en gracia, en cambio, traspasa infinitamente las fronteras del tiempo y la esfera de todo el universo creado, para alcanzar en su vuelo de águila a Dios mismo en su propia razón de divinidad, o sea, haciéndose semejante a él tal como es en sí mismo. Por eso, la menor participación en la gracia santificante vale infinitamente más que la creación universal entera, es decir, que todo el conjunto de los seres creados por Dios que existieron, existen o existirán hasta el fin de los siglos. “Santo Tomás no vacila en escribir: ‘El bien sobrenatural de un solo individuo supera y está por encima del bien natural de todo el universo (Bonum gratiæ unius maius est quam bonum natura totus universi)’ (I-II, 113, 9 ad 2)”5. Dios se hizo uno de nosotros, igual a nosotros, para que pudiéramos ser suyos e iguales a él. ¿Es posible dar a la criatura humana un bien mayor? Evidentemente que no. Por eso debemos emprender cuanto esfuerzo sea necesario con tal de evitar una rebeldía en contra del Niño que adoramos en la noche de Navidad. Dentro de los límites de una santa reciprocidad, es indispensable que nos entreguemos a él por completo; que accedamos a su invitación con entusiasmo; que amemos la perfección, que adoptemos la vía aquí indicada y que seamos tal como él mismo, para poder gozar así de la felicidad eterna.
Cabe elegir: por Cristo o contra Cristo
Sin embargo, por increíble que parezca, esa invitación fue, es y será rehusada por muchos, llevándolos a la perdición: “Este Niño está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para signo de contradicción” (Lc 2, 34). ¿Cómo explicar tamaña paradoja? Ese Niño dirá más tarde, a lo largo de su vida pública, que vino a salvar 6. ¿Por qué, pues, profetizó el viejo Simeón que era un “signo de contradicción”?
No es muy difícil deshacer esa perplejidad si reparamos en la afirmación de Jesús en el Evangelio: “El que no está conmigo, está contra mí” (Lc 11, 23). Hay aquí una clara referencia a los dos únicos partidos existentes en el mundo: los de Cristo y los contrarios a Cristo. No menciona una tercera posición: “non datur tertius”. Se está por Cristo o se está contra Cristo. En tanto el Verbo no se había encarnado, tampoco se había producido una manifestación clara e indiscutible de la Verdad, del Bien y de la Belleza. A partir del nacimiento en Belén, quedó destruida cualquier posibilidad de indiferencia frente a Dios, puesto que se encontraba ahí el propio Dios hecho Hombre. Delante de semejante esplendor, o nos entregamos de cuerpo y alma, o habremos asumido la oposición. En efecto, no querer ser divinizado por el auxilio de la gracia, dejarse llevar por el gozo placentero y fugaz del pecado, llegando a establecerse en tal camino, es volverse un enemigo de Cristo.
Nadie renuncia a ser dios. Unos son del partido de Cristo y, en la humildad de su circunstancia, aman esa divinización. Otros la ambicionan por sus propias fuerzas y la quieren alcanzar, en su orgullosa pretensión, tomándose por seres en evolución rumbo a transformarse en necesarios y absolutos.
En este mundo actual, donde es grande la difusión de los vicios, los crímenes y los pecados, cabe preguntar-se: ¿quién será de Cristo en su integridad?
Interrogante que tiene toda validez, cuando el Evangelio dice hoy: “Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (v. 11). ¿Será que el mundo de hoy recibe a ese Niño, que es sustancialmente la Inocencia, la Pureza y la Rectitud? Recibirlo significa darle adhesión, comprendiéndolo en el amor y en la práctica de la Ley, ya que no basta con decir “Señor”: es menester cumplir la voluntad del Padre7. Con todo, el orgullo y la sensualidad, que vienen corroyendo a la humanidad en un ver- dadero proceso desde hace siglos, producen ahora sus frutos más amargos y maléficos en un mundo que contempla embobado e indiferente la desaparición de la familia, de la inocencia, de la castidad y de tantas otras virtudes. Los peores horrores morales son oficializados por una creciente cadena de gobiernos. La Ley de Dios es contradicha y reemplazada por decretos humanos ateos, relativistas e ilícitos. Las modas, con un arrollador afán de llegar al soñado nudismo, prefieren hoy lo desgarrado, lo excéntrico y lo sucio, sea real o fingido. La fealdad le roba el lugar a la belleza, la maldad expulsa a la dulzura de la convivencia social, la mentira se ufana y desprecia a la verdad. ¿Se puede decir que este mundo recibe a Jesús?
Sería sensato que el mundo actual indagara en la Historia para saber cómo se comporta Dios con sus enemigos, con los que abusan de su misericordia rebelándose contra sus preceptos. Ya al comienzo de la creación vemos el destino de Lucifer y sus secuaces, o las amargas consecuencias de la desobediencia de nuestros primeros padres. La Escritura dice que Dios empieza por reírse de quienes lo afrentan, y acaba por condenarlos 8.
III – JESÚS BUSCA LA SALVACIÓN DE TODOS
Por lo tanto, ¿quién recibirá a este Niño que nace la noche de hoy? Los justos, hombres y mujeres, que se mantienen fieles a la Ley, amantes de la Verdad, del Bien y de la Belleza, los que no doblan su rodilla frente a Baal. ¿Cuántos serán? Su número no importa. Pocos o muchos, llegará el día en que presenciarán el triunfo de Jesús en “su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (v. 14).
Él no desea la condenación de nadie. Desde su Encarnación, siempre quiso la salvación de todos, y no es otra su disposición en el Pesebre. La malicia de los hombres lo hará gemir en el Huerto de los Olivos, como quien pregunta: “Quæ utilitas in sanguine meo?”. Es el mal uso que damos a nuestro libre albedrío lo que nos arroja en la infelicidad eterna.
Así, “a cuantos le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio capacidad de hacerse hijos de Dios” (v.12). Ése será el verdadero sentido de las palabras de la Virgen en Fátima: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.
1) Cf. Lc 2, 8-15.
2) Serm. II de Adventu.
3) Cf. Gn 11, 4-9.
4) Somos hijos de Dios, BAC, Madrid, 1977, p. 21.
5) Id. p.18.
6) Cf. Jo 12, 46-47.
7) Cf Mt 7, 21.
8) Cf. Sl 2