5º Domingo de Cuaresma

Evangelio

 1 Jesús se retiró al monte de los Olivos. 2 Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él; y sentándose, comenzó a enseñarles. 3 Los escribas y fariseos le trajeron una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, 4 dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. 5 Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Tú, ¿qué dices?» 6 Esto lo decían para tentarle y tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. 7 Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra». 8 E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. 9 Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, 10 e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado? » 11 Ella le respondió: «Nadie, Señor». Jesús le dijo: «Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más» (Jn 8, 1-11).

Mons. João S. Clá Dias

Mons. João S. Clá Dias

¿La Ley o la Bondad?

 En el episodio de la mujer adúltera, los evangelistas no revelan todo lo que había oculto en la trama de los fariseos para poner a Jesús frente a un dilema: condenar a la pecadora a muerte, violando la ley romana, o salvarle la vida, desconsiderando la Ley de Moisés. Jesús superó la justicia salomónica.

I – Jesús vino a perdonar

 Los Evangelios son el testamento de la Misericordia. El anuncio del mayor acto de bondad habido en toda la obra de la creación –la Encarnación del Verbo– es el frontispicio, la bella apertura de su narración. La llave de oro con que termina nos deja sin saber si acaso no es más hermosa y conmovedora: la crucifixión y muerte de Cristo Jesús para restablecer la armonía entre Dios y la humanidad.

 La Bondad divina une magníficamente estos dos extremos, la Gruta de Belén y el Calvario, a través de una secuencia riquísima en acontecimientos de amor desbordante por los miserables: “Porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 9, 10). Esta alegría de Jesús al perdonar se trasluce en las doctrinas, los consejos e incluso las parábolas que elaboró para que sus oyentes entendieran mejor su misericordia, como por ejemplo la del hijo pródigo (Lc 15, 11- 32), la oveja extraviada (Lc 15, 4-7) y la dracma perdida (Lc 15, 8-10). En cualquiera de los tres casos, la euforia del que encuentra refleja el regocijo del propio Cristo al promover el regreso de un alma al camino de la gracia.

 Él es el Buen Pastor que al tomar la oveja imprudentemente separada del rebaño la lleva de vuelta al redil, a fin de infundir en ella la nueva vida de manera superabundante. La carga sobre sus propios hombros, mientras los Cielos se llenan con un júbilo todavía más grande al que causa la perseverancia de los justos (Cf. Jn 10, 11-16; Lc 15, 4-7).

 Dentro de esta atmósfera de amor, jamás se vio a Jesús, a lo largo de su vida, tomando la menor actitud de desprecio con relación a nadie, fuera quien fuera: los samaritanos, el centurión, la cananea, los publicanos, etc. A todos los atendía invariablemente con divina atención y cariño: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). Ninguna persona se le acercó en busca de curación, de perdón o de consuelo sin ser plenamente atendida; tal fue su infinito esmero por hacer el bien, sobre todo a los más necesitados: “Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2, 17); “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió […] a proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). El propio Apóstol dirá más tarde: “Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo” (1 Tim 1, 15).

 Maldad de los fariseos

 Pero, así como “es bello durante la noche creer en la luz” 1, la Bondad sustancial de Jesucristo se hace aún más radiante a nuestros ojos cuando se la contrasta con una oposición llena de maldad; y ésta la encontramos, radical y constante, del comienzo al fin del Evangelio. Cuando el Precursor divisó algunos fariseos entre sus circundantes, los increpó: “Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? […] No creáis que basta con decir en vuestro interior: ‘Tenemos por padre a Abraham’ ” (Mt 3, 7-9).

 Son tan numerosas las arremetidas de los escribas y fariseos contra Jesús a causa de su misericordia, que si procurásemos ser minuciosos con las citas alusivas reproduciríamos una buena parte de los Evangelios. Recordemos los pasajes en que llegan a llamarlo poseído del demonio (Jn 8,52; 10,20; Lc 11,15), en que tergiversan sus palabras y afirmaciones (Mc 14,58), lo persiguen con creciente intensidad (Jn cap. 7 a 11) hasta condenarlo a muerte, acusándolo de revolucionario porque, según ellos, sublevaba al pueblo contra el poder civil y afirmaba que no debía pagarse el impuesto al emperador (Lc 23,2).

 Jesús, la Misericordia sustancial, no es menos duro con ellos: “Si hubieseis comprendido lo que significa: ‘Quiero misericordia y no sacrificios’, no condenaríais a los inocentes” (Mt 12,7). Jesús los llama hipócritas por siete veces, con la expresión: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!”, para atribuirles un pecado cada vez (Cf. Mc 23, 13-29).

 Odio contra la bondad de Dios

 La animosidad farisaica contra Jesús tenía como motivo implícito su divina misericordia, virtud específica de Dios: “El que es de Dios escucha las palabras de Dios; si ustedes no las escuchan, es porque no son de Dios” (Jn 8, 47). Y, sobre todo, porque no querían ser verdaderos hijos de Dios sino del diablo (Jn 8, 44). Junto con esta terrible ascendencia que Jesús les define, reciben el título de “ladrones” (Jn 10, 10), “homicidas” (id.), “víboras” (Mt 12, 34).

 Pero el odio farisaico a la Bondad debía reflejarse también en el repudio que manifestaban hacia los necesitados. De ahí que la Bondad de Cristo resplandezca aún más en contraste con la acritud de fariseos y escribas contra los pecadores, hasta hacerse histórica cuando alcanza los extremos límites de absolver a una Magdalena (Lc 7, 47-48) o, en lo alto del Calvario, al buen ladrón (Lc 23, 43).

 Los fariseos se indignaban con estos gestos de Jesús, ya que su puritanismo procedía de una falsa justicia basada en el orgullo, con lo que se alejaban de los miserables, los despreciaban y nunca demostraban sentimientos de compasión por desvalido alguno.

 En el embate entre la Bondad infinita y el falso amor a la Ley, se desarrolla el drama del Evangelio de hoy.

 II – Episodio de la mujer adúltera

1 Jesús se retiró al monte de los Olivos.

 Según dice Alcuino 2, Jesús pasaba el día predicando en el Templo de Jerusalén y al atardecer regresaba a Betania, para reposar en casa de Lázaro. De acuerdo a este versículo, en aquella ocasión, que era la última tarde de fiesta, es posible que Jesús haya pasado la noche en oración en el monte de los Olivos. El que mejor comenta este pasaje es el R.P. Andrés Fernández Truyols, s.j.: “Terminado el ministerio apostólico de todo el día, hecho más pesado por las discusiones a que le obligaban sus eternos adversarios, que no le dejaban punto de reposo, mientras sus oyentes volvían cada uno a su casa, Jesús se retiraba al monte de los Olivos. No parece que se alejara hasta Betania, en cuyo caso lo habría indicado probablemente el autor. Más bien pasaría la noche bajo tienda o en alguna cueva; quizá en la que fue tenida por muchos como gruta de la agonía o por ventura en la que se halla casi en la cima del monte, y que la tradición ha consagrado como cátedra de las enseñanzas de Jesús, sobre la cual levantó una basílica Santa Elena. Así de la una como de la otra podía Jesús trasladarse muy en breve al templo por la puerta oriental, que vendría a coincidir, poco más o menos, con la hoy llamada Puerta Dorada. Por lo demás, el monte de los Olivos era para Jesús sitio familiar” 3.

 2 Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él;

y sentándose, comenzó a enseñarles.

 Nadie podrá imaginar jamás la irresistible fuerza de atracción ejercida por Jesús en relación al que viniera a conocerlo. Alguna idea la dan los Evangelios, que son meras síntesis de maravillas indescriptibles. A tanto llega su empeño de hacer el bien, que apenas despunta el día se dirige al Templo, seguramente acompañado ya por otros en el camino. A su entrada, todos se congregan a su alrededor para escucharle. Era el inicio de una larga jornada más de predicación platicada, en la que cualquiera de los presentes podría tomar parte activa, con preguntas o comentarios, en una atmósfera totalmente amena y familiar. Por eso Cristo se sentó y comenzó a enseñar. De repente, esta sagrada convivencia fue interrumpida con un hecho inusitado.

La adúltera es presentada a Jesús

3 Los escribas y fariseos le trajeron una mujer que había sido sorprendida

en adulterio y, poniéndola en medio de todos…

 La adúltera fue puesta en medio de la multitud para ser juzgada como autora de un crimen, y de esta forma constituyeron a Jesús, ipso facto, en juez.

 El hecho plantea inevitablemente una importante cuestión: ¿qué sucedió con el hombre implicado en la misma falta? ¿Por qué razón no fue presentado a Jesús en la misma ocasión? El texto de la Escritura es perentorio sobre la obligatoriedad del castigo a ambos: “Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, hombre y mujer adúlteros serán castigados con la muerte” (Lev 20, 10); o también: “Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán los dos: el hombre que se acostó con la mujer y la mujer misma. Así harás desaparecer el mal de en medio de Israel” (Dt 22, 22).

 Los autores sugieren varias hipótesis al respecto; pero no encontramos ninguna que lleve al extremo la desconfianza con relación a la perfidia de esos escribas y fariseos. Permítasenos, pues, conociendo la consumada maldad que les era característica, levantar una sospecha sobre la “fuga” del infractor adúltero: ¿no sería cómplice de sus mandantes, que así conseguían un delito flagrante? En tal caso, probablemente la adúltera haya sido inducida al crimen, dejándose llevar por ingenuidad y por inclinación de sus pasiones más que por engaño.

 Cabe hacer aquí la clásica pregunta: “¿Quién saca provecho del crimen?” En época de Daniel, los acusadores tampoco habían logrado atrapar al supuesto cómplice de Susana en el adulterio calumniosamente inventado por los dos jueces ancianos. En el caso del Evangelio de hoy, ¿quién era el criminal? Causa asombro la facilidad con que escribas y fariseos encuentran una adúltera para introducirla en el Templo justo a esa hora y en semejante circunstancia, tan favorables para montar un show que involucrara a Jesús.

 Súmese este otro dato: dos criaturas humanas, adultas, que vayan a perpetrar un crimen castigado con pena de muerte inmediata, por muy ingenuas que fueran buscarían protegerse de cualquier riesgo de flagrancia. Las condiciones en que el caso en cuestión se verifica hacen muy difícil que no haya planificación de terceros, interesados en su consecución.

 Los fariseos invocan una ley en desuso

…4 dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida

en flagrante adulterio. 5 Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear

a esta clase de mujeres. Tú, ¿qué dices?» 6 Esto lo decían

para tentarle y tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose,

comenzó a escribir en el suelo con el dedo.

 La expresión “sorprendida en adulterio” da más peso a la conjetura de un crimen ideado por varias personas, con un propósito que se hará explícito en la revelación contenida en el versículo siguiente. Además, la afirmación fuertemente categórica de su parte evitaba una indagatoria de Jesús acerca de las pruebas, ya que ni la misma mujer trataba de defenderse. Tal vez, por la delicadeza de su alma femenina, ni siquiera insinuaba a quien fuera su cómplice en el crimen.

 Flavio Josefo, famoso historiador judío de aquel entonces –por lo tanto, en cierto modo libre de sospechas–, cuenta que había caído en desuso la ley que castigaba con pena de muerte a los reos condenados por este tipo de crimen.

 Rigorismo en medio de la relajación general de las costumbres

 Bajo el reinado de Herodes la corrupción de costumbres en Jerusalén había llegado al extremo. Quizá dicha circunstancia permitía que escribas y fariseos crearan un aprieto, frente a Jesús, en cuanto a la forma de proceder en ese caso de adulterio. Sea como sea, “debajo de apariencias de celo de la Ley, aquellos hombres hipócritas y rencorosos ponían a Jesús un lazo mal disimulado. Daban por seguro que Aquel a quien llamaban irónicamente con el apodo de ‘amigo de pecadores y publicanos’ se mostraría indulgente con la culpable; y entonces ellos le acusarían de violar la ley divina en un punto fundamental” 4.

 Siguiendo la misma línea, comenta el P. Andrés Fernández Truyols, s.j.: “La pregunta, aparentemente respetuosa y aun honorífica para Jesús, era en realidad insidiosa. Si se pronunciaba por el castigo, se le tildaba de duro; si absolvía, se le acusaba de violar la Ley” 5. Por otro lado, vale la pena observar el contraste entre los fieles, que escuchan embelesados las palabras del Salvador, y la saña de los doctores de la Ley y de los fariseos por condenar a Jesús. “Mientras que los pacíficos y sencillos admiraban las palabras del Salvador, los escribas y los fariseos le preguntaban, no para aprender, sino para tejer lazos a la verdad” 6.

 Quieren hacer a Jesús reo de su propia sentencia

 Se hizo famoso el dilema creado por los fariseos a propósito del pago del impuesto, si a César o al Templo; el “dad al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios” (Mt 22, 21) marcó la Historia. No obstante, el caso que saca a relucir la liturgia de hoy fue urdido con muchísima más habilidad. Jesús, al decidirse por una u otra solución, se levantaría contra el poder romano o se declararía discordante de Moisés, y por tanto del Sanedrín. Si su sentencia aprobara la lapidación de la mujer, sus enemigos buscarían entregarlo a Pilatos por haber violado la ley que Roma impuso a las provincias conquistadas y tributarias, esto es, que el derecho a la vida y a la muerte era exclusivamente suyo. Esto sin contar que dispondrían de elementos para sublevar al pueblo contra su radicalidad e intransigencia.

 Jesús contra Moisés…

 Si Jesús la absolviera, los fariseos alborotarían a los fieles contra él por oponerse a la Ley de Moisés y lo arrastrarían al Sanedrín para ser excomulgado y entregado a la autoridad romana. Probablemente “oponen a Cristo la Ley de Moisés, como dando a entender que le consideraban como otro Moisés que daba una ley más perfecta que la del primero. Todo era alentarle y provocarle a que se decidiese contra la ley de Moisés para tomar de allí ocasión de acusarle. Y tú, ¿qué dices? Contraponiéndole a Moisés como si le aupasen sobre Moisés. Tú, que eres mayor que Moisés, a quien no obligan sus leyes, porque promulgas otra mejor y más perfecta, ¿qué dices? ¿Apruebas o repruebas la sentencia de la ley mosaica? Procuran por todos los caminos ponerle en la tentación de que delante de todo aquel concurso diga algo contra Moisés, ya que se le reconoce como superior al gran legislador” 7.

Jesús responde por escrito

 Llama la atención especialmente la inédita actitud del Divino Maestro que, permaneciendo sentado, se inclinó y comenzó a escribir “en el suelo con el dedo”. Jesús se hallaba cerca del patio de las mujeres, en la galería del Tesoro, y aunque desconocemos cómo estaba formado el piso de aquel lugar, seguramente la escritura era apta para ser leída por otro. Consideremos que los escribas y fariseos se habían apostado cerca de Nuestro Señor, y como estaban de pie, no les costaba leer los caracteres que dibujaba. Jesús escribiendo; es la única ocasión en que esto sucede en toda la narración evangélica. ¿Cómo imaginar la forma de las letras y la secuencia de las palabras? Evidentemente, sólo podrían ser las más bellas entre todas las posibles. En el piso debía quedar algo legible, impreso tal vez sobre el propio polvo del camino. ¿Qué habrá escrito Jesús en ese momento? Más adelante abordaremos este pormenor.

 Jesús eleva la cuestión del plano jurídico al moral

7 Como insistían, se enderezó y

les dijo: «El que no tenga pecado,

que arroje la primera piedra».

 Encontramos en el Deuteronomio la clara obligación de que el primer testigo de un crimen castigado con la muerte, lance la primera piedra: “Tendrás que hacerlo morir irremediablemente. Que tu mano sea la primera en levantarse contra él para quitarle la vida, y que después todo el pueblo haga lo mismo” (Dt 13, 9). O más adelante: “La primera mano que se pondrá sobre él para darle muerte será la de los testigos, y luego la mano de todo el pueblo” (Dt 17, 7).

 Delante del Señor habían maestros de la Ley y fariseos, peritos en el dominio de los conocimientos relativos a la jurisprudencia. Por tanto, Jesús no se exime, pronuncia la sentencia pero, a propósito de su ejecución, transfiere la problemática des de el campo jurídico a un plano mucho más alto, es decir, el moral.

 Frase divinamente célebre, que si estuviera grabada de manera indeleble en nuestros corazones, nos haría conocer nuestra indignidad, nuestras insuficiencias, pecados, etc., y ya no seríamos ásperos con nadie, ni reprenderíamos con corazón duro a los culpables. La dulzura, la humildad y la compasión se constituirían en la esencia de nuestras relaciones; atraeríamos así la benevolencia de Dios y seríamos causa para la edificación del prójimo. “Yo creo que Cristo trató de zaherirlos, y no solamente daba a entender que podían pecar, como hombres que eran, y que eran pecadores de hecho, es a saber, que estaban manchados con pecados, como la generalidad de los hombres, sino que además eran hipócritas: llenos de iniquidad en lo interior, en lo exterior afectaban santidad y celo religioso tratando de apedrear a aquella mujer. Les increpó aquí como en aquella otra ocasión cuando les llamó sepulcros blanqueados (Mt. 23,27). Les hirió, pues, en lo íntimo de la conciencia al decirles: ‘El que esté de vosotros sin pecado, que le tire la primera piedra’, dando a entender que ellos eran reos de aquel pecado o de otros mayores; pero esta acusación es tan prudente, que no parece ser Él quien la hace, sino la conciencia de cada uno de ellos. Remítelos el Salvador a su propia conciencia, constituyéndola en juez y como si Él ignorara lo que en ella había; de derecho natural es, en cierta manera, que el que acusa o condena a otro carezca del pecado que le echa en cara” 8.

 ¿Puede un hombre juzgar a otro?

 La respuesta de Cristo es insuperablemente magistral, porque no asume la función de juez que le ofrecían escribas y fariseos, sino la de Maestro, conforme al título que ellos mismos emplean cuando le proponen el juicio (v. 4). Jesús, como Altísimo Consejero, les recuerda que un juez, pese a sus pecados o defectos, puede y hasta debe juzgar y condenar, de ser necesario; pero les plantea un espinoso problema: ¿puede ser un pecador el ejecutor de la justicia de Dios? Nuestro Señor Jesucristo es el Juez único, verdadero y competente: “Porque el Padre no juzga a nadie: él ha puesto todo juicio en manos de su Hijo” (Jn 5, 22). Todo el que juzga a otro hombre en forma compe competente, por derecho natural, positivo o divino, lo hace por delegación de Jesucristo. Sin embargo, aquella sentencia moral lanzada contra hombres orgullosos que se tenían hipócritamente por santos e inmaculados, no detendría por sí misma su determinación de cumplir la Ley, si ese fuera realmente su objetivo exclusivo. ¿Qué más haría Jesús para frenarlos?

 Escribiendo, Jesús acusaba a los acusadores

8 E inclinándose nuevamente, siguió

escribiendo en el suelo.

 Aunque la mayoría de los autores no lo respalde, el análisis de san Jerónimo acerca de este punto parece tener toda la razón. No creemos que siga una buena línea la opinión de algunos comentaristas para quienes Jesús escribía sin objetivo definido, como simple demostración de desinterés hacia el asunto planteado o para ganar tiempo. Todo hace creer que los pecados cometidos por los acusadores, dignos del mismo castigo, figuraban en esa escritura aparentemente informal. San Ambrosio también se muestra partidario de esta hipótesis de san Jerónimo.

  De ser así, Jesús procedió con invariable sabiduría y suma bondad, ya que podría contra-acusar en público a cada uno de ellos, pero no lo hizo; muy al contrario, puso a su disposición el perdón total. Les bastaría con un arrepentimiento interior y un pedido de misericordia, aunque fuera implícito, para que todos salieran de esa situación en entera armonía con Dios y hasta con ellos mismos. Jesús les ofrecía esa gran oportunidad, pero…

 9 Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando

por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí.

 Este relato apoya aún más la probabilidad de que la escritura en el suelo se relacionaba con los pecados de cada uno de los acusadores. ¿No habría comenzado Jesús por los más viejos? Si el simple enunciado de la sentencia los hubiera convencido a todos, la desistencia debió ser colectiva y unánime. La retirada uno a uno indica que la conclusión de ser inconveniente la permanencia ahí, fue individual y sucesiva. Por otro lado, si es verdadera la interpretación de san Jerónimo y san Ambrosio, aquellos hombres no reconocieron sus faltas ni pidieron perdón por ellas.

El pecado no recompensa

…10 e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?

¿Nadie te ha condenado? » 11 Ella le respondió: «Nadie, Señor». Jesús le dijo: «Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más»

 Cuando la adúltera notó que sus acusadores se estaban retirando, empezó a sentir un alivio creciente que llegó al ápice tras la partida del último. El panorama de una muerte por lapidación la había amedrentado e inducido a una constatación frecuente en los pecadores arrepentidos: ¡el pecado no recompensa! La gran vergüenza y humillación ante ese numeroso público acaso la hacían sufrir más.

 La última prueba terrible: la santísima mirada de Jesús. La Sagrada Faz, íntegra en su divina moralidad, la pureza y virginidad en esencia, siendo contempladas por el delirio carnal avergonzado y arrepentido… Sólo un ardoroso sentimiento salvaría del merecido castigo a esa pobre alma: ¡un pedido de perdón! Jesús no le exigirá una declaración explícita y formal; tan sólo le manifestará su delicadeza insuperable: “¿Nadie te ha condenado?”

 Respetando la Ley, Jesús es misericordioso

 Con un proceder tan sabio como inusitado, ya nadie podría acusar al Maestro de haber desairado la Ley de Moisés y, por ende, haber sido exageradamente indulgente. No había hecho sino repetir la actitud de los fariseos, aparte de hacer declarar a la pecadora: “Nadie, Señor”. Siguiendo el ejemplo de todos, tampoco él la condenaría.

 Así, “escapa del lazo de los cazadores” (Cf. Sal 124, 7), confirma la Ley, hace brillar su dignidad, pone a sus enemigos en fuga, provoca más admiración, respeto y sumisión en el pueblo que lo rodea y perdona a la pobre pecadora, despidiéndola con una advertencia: “No peques más”. Con esa amonestación le concedía además su gracia, sin la cual ninguna virtud puede ser practicada duraderamente.

 III – Los acusadores fueron juzgados;

 la pecadora, perdonada

 ¡Qué magnífica lección de penitencia, de perdón y de necesidad de perseverancia, ofrecida a cada uno de nosotros en este valle de lágrimas donde fuimos concebidos y vivimos!

 Jesús, el único que tendría derecho a arrojar desde la primera hasta la última piedra, brinda una hermosa experiencia de la grandeza de su misericordia a la pecadora, quien se sintió verdaderamente amada por la infinita bondad de un Corazón sagrado, humano y divino. Y la felicidad que ella buscada erróneamente en el pecado, la encontró en el perdón y el cariño del juez que escribas y fariseos habían elegido: el Maestro.

 Los que se apoyaban en la Ley para acusar, se marcharon juzgados; la pecadora arrepentida que debía morir, se retiró en gracia de Dios. Nadie fue ni será jamás tan intransigente con el error como Cristo; nadie más manso que él con los pecadores.

 Es otro episodio de los Evangelios donde se refleja, de un lado, la infinita bondad del Sagrado Corazón de Jesús, ardiendo en llamas de deseo por perdonar, y al extremo opuesto, la dureza de alma de los escribas y fariseos, que no sólo rechazan ese perdón incluso para sí mismos, sino que jamás reconocen sus faltas con humildad.

 Cuando se defiende la Ley por puro egoísmo, no sólo no se tiene la fuerza de practicarla, sino que no se acepta la bondad.

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1 Edmond Rostand, Chantecler.
2 Sto. Tomás de Aquino, Catena Aurea,
in Jo.
3 R. P. Andrés Fernández TRUYOLS,
s.j., Vida de Nuestro Señor Jesucristo,
BAC, Madrid, 1954, pp. 395-396.
4 L. Ch. FILLION, Vida de Nuestro Señor
Jesucristo, Voluntad, Madrid,
1926, t. 3 p. 391.
5 TRUYOLS, op. cit., p.396.
6 Aquino, op. cit.
7 R.P. Juan de MALDONADO, s.j.,
Comentarios a los cuatro Evangelios,
BAC, Madrid, 1956, v. 3 p. 519.
8 MALDONADO, op. cit., p. 522.
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